“Es tiempo de hacer y, también, de hablar mucho para que las cosas pasen”. Escribe Graciela Barrera.
La rehabilitación de las personas privadas de libertad es una imposición constitucional que está en el debe desde hace décadas. Claro que, en los últimos años y con el incremento de la inseguridad -que provocó la inflación penitenciaria que hoy sitúa a nuestro país entre los de mayor índice de prisionización de la región- se ha transformado en un problema de difícil solución. Sea cual sea el camino, hay algo que tenemos claro y es que la solución posible tiene que contar con la participación de los propios protagonistas (incluidas sus familias) o no será posible encontrar una salida sostenible y posible a tan difícil problemática. En definitiva, es con ellos o no es…
Basta con recorrer las cárceles uruguayas para darse cuenta que es imposible cualquier intento de rehabilitación sin antes resolver el problema del hacinamiento. El crecimiento de la población penitenciaria del último quinquenio llevó a pasar de 11 mil a 16.300 presos y subiendo, con un déficit de plazas cercano a las tres mil aproximadamente.
Y si a ese nivel de hacinamiento (extremadamente crítico en algunos establecimientos) se le suma el deterioro de las instalaciones con una infraestructura vetusta y/o vandalizada, con déficit de los servicios indispensables de agua, luz y saneamiento, se termina de completar un combo cuasi perfecto que conspira contra cualquier intento rehabilitador.
Asistimos a un tiempo en que -producto de una legislación inadecuada e ineficaz como fue la LUC- se llenaron las cárceles de adictos o de primarios delincuentes que terminan de perfeccionarse en los establecimientos de privación de libertad. Espacios devenidos en verdaderas universidades del delito donde se aprenden técnicas y se destruyen vidas que pasan a sufrir otra condena, la de estar condicionados a vivir delinquiendo.
Hasta ahora hemos visto que el Estado procura atender la privación de libertad generando los espacios más apropiados para los procesos de rehabilitación (más plazas, más cárceles) pero sin reparar que seguimos aumentando el número de presos por entender que la cárcel es la solución, cuando -en puridad- termina siendo el principal problema.
Hoy son muy pocos los que ingresan a un establecimiento de reclusión y transitan un proceso virtuoso de rehabilitación como establece la carta magna. En su gran mayoría, los internos sufren un franco y brutal deterioro de su condición inicial para graduarse en una carrera del delito que lejos de cortarse, se perfecciona en reclusión.
Entonces, la solución no pasa por construir más cárceles, sino por entender que hay que fomentar espacios donde se pueda comprender que hay otra vía posible al delito; para ello debemos otorgar herramientas no solo a los internos sino, también, a sus familias. Porque no hay programa que logre una inclusión genuina y duradera de quien delinque, si esa persona vuelve a los mismos circuitos que lo llevaron a la prisión. Por lo tanto, sus entornos deben contribuir al proceso iniciado en reclusión y completar el trabajo para que no reincida.
La delincuencia actúa como una adicción, y como tal debe tratarse para que remita definitivamente y evitar la recaída. Para ello, es fundamental que sean los mismos protagonistas los impulsores de sus cambios, pues solo así se transitará un camino virtuoso y duradero. Un proceso que debe incluir a las familias, para que acompañen en el afuera lo que se comience adentro.
Es cierto que es muy fácil decirlo o escribirlo, pero tampoco es imposible intentarlo con la genuina intención de buscar un cambio permanente. Para ello hacen falta voces que acompañen y empaticen con la población privada de libertad, para que ellos se convenzan de iniciar un proceso de cambio que les permita salir del círculo vicioso del delito.
Es tiempo de hacer y, también, de hablar mucho
para que las cosas pasen
Es tiempo de construir espacios de convivencia que no reproduzcan la lógica perversa de “ellos o nosotros”; para encarar un tiempo de “ellos con nosotros” y así avanzar a paso seguro a la transformación efectiva de un sistema que hoy rehabilita muy poco.
Se abre un ciclo de esperanza con gente como Jaime Saavedra en el INISA, Luis Parodi en la DINALI, y Ana Juanche en el INR. Una tríada de gente con un profundo sentido humanista, ese ingrediente que permita un cambio de rumbo para atender la privación de libertad en todas sus facetas.
Claro que nada será posible sin la participación de todos los involucrados, porque no hay cambio posible desde un escritorio si los protagonistas de la historia no asumen su papel.
Por todo ello y mucho más que queda por decirse, no hay cambio posible si no los incluimos a ellos.
Porque…
Es con ellos, o no es.
Es con ellos o no es…
— Graciela Barrera (@GBarrera609) March 18, 2025
La delincuencia actúa como una adicción, y como tal debe tratarse para que remita definitivamente y evitar la recaída. Es fundamental que sean los mismos protagonistas los impulsores de sus cambios…
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