Ocho caballos para la revolución Artiguista

19 de junio de 2018

Discurso pronunciado por Eleuterio Fernández Huidobro en el Senado de la República el día 21 de junio del 2000.

«Ocho caballos, señor Presidente, ocho, se calculaban necesarios para irse a la revolución. Ocho caballos por cada hombre, para ir a la guerra. Digo esto para recordar el complejo volumen de la patriada. Nada, salvo las palomas mensajeras, iban en 1811 más rápido que un
caballo. Absolutamente nada. Ni las noticias. Como si la velocidad de los potros fuera un absoluto.
En 1814, ante el estupor de muchos, el vapor logró desplazar una locomotora a seis kilómetros por hora en Inglaterra mientras que en los Estados Unidos, el primer barco lograba en 1807, llegar a los ocho kilómetros por hora. “Sabida cosa es”, decía Hernán Cortés, “que en toda guerra se gastan hombres y
caballos”.

Era peor: “Mis columnas”, decía Napoleón, “no pueden ir más rápido que mis cocinas…”, y las ollas casi siempre iban, con el resto de la impedimenta, a paso de buey.
Los hombres eran de a caballo y en estas praderas infinitas los potros y los perros llegaron a considerarse plaga y ni aún hoy logra explicarse cómo hacían indios y jesuitas de las Misiones para llevar desde la Vaquería del Mar en las postrimerías del oriente uruguayo hasta Minas Gerais, en Brasil, decenas de miles de vacunos en arriadas de fábula.
Tres meses de a caballo se tardaba desde Caracas a Lima, y Bolívar con Sucre lo hicieron. San Martín también, desde Buenos Aires, cruzando los Andes, y por Chile.
Paradojalmente, sin electricidad ni avión, ni satélites, ni ferrocarriles, la visión del mundo circundante era para aquellos antepasados mucho más grande que la nuestra. Y muchísimo más en el reino de la pradera y en el de los arroyos, en el de las llanuras pampas y las sabanas infinitas cuando se tiende la mirada desde arriba de un caballo llevando de tiro una tropilla de siete. Esto tendrá crucial importancia para el mundo. Lo digo porque debo hablar, y mis palabras serán siempre cortas, cuando me refiera al más grande revolucionario que haya pisado estos confines.

Alucinaba gauchos en Bacacay, adoptaba hijos indios en Misiones, ordenaba tierras con Azara en Batoví, guarnecía en Santa Tecla el fortín más alejado del imperio español en su peor frontera, poseía campo escondido en Arerunguá, tocaba el acordeón y la guitarra, enamorando, en la Ciudad Vieja o cruzando el Río Uruguay cada noche desde Paysandú a Entre Ríos…

El que ya joven tenía duras cuentas pendientes con el Rey y, para indultarse, entró con treinta y tres años en el recién creado Cuerpo de Blandengues de la frontera del que, como no podía ser de otra manera, fue encargado de las caballadas y Ayudante Mayor. Y digo esto también para intentar describir el volumen de lo que estaba pasando en su mundo. Montevideo, formidable bastión amurallado, reforzado por la imponente Ciudadela, dechado de la poliorcética, palabra tan desaparecida como la Ciudadela y como la ciencia militar de aquellos tiempos, fue construida también por dos mil indios misioneros. No tenía ochenta años de edad cuando ya era la más grande base naval del imperio en esta parte del océano. El dedo de su Majestad puso en el mapa, tal vez para siempre, un destino marítimo, de marca fronteriza en el límite de las discordias imperiales, sin adivinar que gracias a las vacas y a los potros que treinta años antes puso Hernandarias en estos campos, también íbamos a tener un destino de caballería andante, como el que en mala hora le tocara a don Alonso Quijano, El Bueno.

Explosiva mezcolanza si agregamos las tribus que a más de dos siglos de sojuzgadas las demás del continente, seguían indómitas y ahora de a caballo, ellas también, libérrimas por el amplio territorio que desde la Patagonia, pasando por la actual Argentina, llegaba hasta bien agotado el Sur del actual Brasil. Frontera entre dos de los imperios más grandes del planeta, paraíso de contrabandistas, refugio de esclavos, marineros y presos fugados, con costas también ideales para la guerra y el contrabando marino de todos los idiomas.

El gaucho, centauro como pocos en el mundo, será el precipitado cristalino de tantos catalizadores en la espesa mezcla de casualidades causales. Encima, las trece colonias inglesas del Norte habían lanzado al mundo su incontenible grito de libertad cuando Artigas tenía doce años; la Bastilla era tomada cuando cumplía veinticinco y, un lustro después, la Francia revolucionaria paría la novedad sorprendente de sus ejércitos nacionales, con movilización total de su juventud, que al son de La Marsellesa, con el Código Civil y el bastón de Mariscal en la mochila de cada ciudadano, como reza la leyenda, derrocaba estrepitosamente las ancianas realidades de la vieja Europa, cuna de Occidente, al mando de Napoleón que, meses más o menos, tenía la misma edad que Artigas.

Salvo en Inglaterra, y gracias al Canal de la Mancha, como siempre, las caballerías napoleónicas abrevaron sus potros victoriosos en todos los Estados del viejo mundo acometiendo la proeza y el error de buscar y encontrar palenque helado en Moscú, por entre el humo de los incendios, mientras Artigas rezaba en abril su oración incendiaria de 1813. Poco antes, en 1805, agregando conflagración, el Almirante Nelson muriendo, dejaba en Trafalgar a Inglaterra señora absoluta de los siete mares y a España, Portugal y Francia a su entera disposición naval por cien años.

No extraña entonces que, sin pérdida de tiempo, en 1806, con velocidad que asombra hoy mismo para los veleros, endilgara contra el Río de la Plata la única y más grande expedición invasora que haya intentado en su larga vocación colonial: había perdido las Trece Colonias, tenía la India, la lejana Australia y la de Africa del Sur y creyó sonada su hora para apoderarse, costara lo que costara, del bocado más apetecible del Imperio Español maniatado: Buenos Aires y, para poderlo, su baluarte defensivo impenetrable: Montevideo. Boca de entrada a la cuenca fluvial más grande del mundo.

La imponente flota, horizonte jamás visto de cañones y velas, con el estuario a su libre albedrío, está fondeada en Maldonado.

Los criollos refuerzan febrilmente las murallas de Montevideo y sobrecargan de cañones los baluartes de la Ciudadela; se traen hombres a todo galope y pólvora a toda carreta desde el interior lejano.

Buenos Aires, abierta de par en par a la feroz infantería británica que se agazapa en las bodegas de los buques de transporte, atrinchera sus calles con lo que puede. Evacuamos familias, huyen cobardemente algunos gobernantes del Rey, los pocos barcos de guerra disponibles, son ofrecidos, como pontones inmóviles, a la entrada de la bahía y de los canales para inmolarse. Los jinetes criollos, apeados, devienen infantes, artilleros y marineros recién llegados a la barricada, la muralla, las aspilleras, las proas…

Se reza mucho.

Todo el mundo espera en vilo la noticia de que la flota enemiga zarpa y, desde Maldonado a Montevideo, se otea día y noche los horizontes en la espera y en el arma.

Catalejos, vichadores y chasques en pingos elegidos, definirán la mala hora.

Esa alarma va a estar dada por cuatro grandes fogatas: una, con toda la leña acumulada está en la cumbre del Cerro del Toro en Piriápolis, a la vista de la segunda, apilada en el lomo de Piedras de Afilar, contra el mar, en Cuchilla Alta; la tercera, en la desembocadura del arroyo Pando, tal vez en el promontorio que da repecho a Neptunia y la cuarta, a la vista de Montevideo, en la desembocadura del arroyo Carrasco.

La tercera es la más difícil: los pinos no han llegado a nuestras playas y el arroyo Pando desemboca entre médanos y dunas que larguísimos vientos han extendido kilómetros adentro.

A su cargo está Artigas quien la conoce bien: El Pinar forma parte de la estancia de su abuelo. Pesadas carretas en las que hubo de ungir más bueyes que los normales, fueron trayendo osamenta y grasa desde el saladero de Pando. Sobran huesos para la fogata que Artigas por fin encendió un aciago día para que fuego y humo, clarines y tambores, convoquen a zafarrancho.

Los ejércitos criollos, alguna de cuyas unidades fueron reclutadas de urgencia, dieron por el suelo en entreveros heroicos, en ambas ciudades y sus cercanías, con aquellos orgullosos y hasta entonces imbatibles Regimientos Coloniales de Su Majestad, la Británica. Fue de infantería y artillería la sangre del duelo; de sitios y de brechas taponeadas con pechos y fardos de cuero que no pudieron detener el huracán de bayonetas que a veces iba y a veces venía.

Artigas participó en la Reconquista de Buenos Aires, fue el mensajero elegido por Liniers para traer a Montevideo (la muy fiel y reconquistadora ciudad de San Felipe y Santiago desde esa hazaña) la noticia de la victoria, casi se ahoga, naufragando, al cruzar el río, pero cumplió su misión, peleó en el Cardal… Estuvo en todas.

Poco después, habiendo mordido el polvo por segunda vez en América, huyendo los ingleses de acá como antes desde los Estados Unidos, Napoleón entraba, violando, a España.

En los fogones y en las tertulias, los criollos tenían conciencia de haber derrotado a las mejores tropas del Imperio Británico sin necesidad de apoyo alguno de su metrópolis ahora invadida y humillada por otro imperio. “Nada tenemos que esperar sino de nosotros mismos”, frase de Artigas a Güemes que vendrá después, parece nacer en estos días.

Cuesta comprender, señor Presidente, cabalmente, la peripecia de aquellos revolucionarios: Rondeau, por ejemplo, joven aún y luego de novelescas aventuras, cae prisionero de los ingleses en Montevideo y es trasladado preso a Inglaterra junto con otros oficiales antes de que la derrota de los ingleses acá hubiera permitido su liberación. Preso allá, es liberado cuando invadida la Península Ibérica por Napoleón, Inglaterra pasa a ser aliada de España; liberado para que vaya a reforzar la caballería española. Pelea contra las napoleónicas y participa de su derrota; traslada prisioneros franceses a Lisboa; vuelve al Río de la Plata para desembarcar en la Revolución que lo conocerá siempre de a caballo, recorriendo el Cono Sur por entre victorias y derrotas por largos años.

San Martín peleó más de veintiuno en los ejércitos españoles y al ser licenciado “para proporcionar al Erario el ahorro de un sueldo”, desembarcó a los pocos meses en Buenos Aires; insuperable oficial veterano contra los mejores ejércitos de su tiempo, con sus compañeros de la Logia Lautaro emprendió su epopeya revolucionaria.

Miranda, el venezolano, peleó en la Revolución de los Estados Unidos y en la Francesa y con sesenta años empezó la suya en Caracas con Bolívar.

Lafayette peleaba en la de Estados Unidos y en la suya de Francia. Benjamín Franklin también…

En suma, creo haber podido dar una temblorosa idea del volumen de la proeza desde el punto de vista material y del volumen de la Revolución que el mundo estaba viviendo, para justificar la afirmación que pudo haber sido temeraria de otro modo: estamos hablando del más grande revolucionario que haya pisado estos confines y se me hace, señor Presidente, que hoy también debemos estar atentos a la fogata de Artigas. Voy a explicar o tratar de explicar por qué y para ello debo acudir a la ayuda de su padre, señor Presidente y referirme antes a otro fuego… Un cierto incendio femenino.

Entremos entonces al trote, y con tropilla de pelo oscuro, al alma de la Revolución.

Estoy absolutamente convencido de que el punto crucial de nuestra Revolución, y por lo tanto del nacimiento de nuestra Patria, estuvo en 1811 y fue obra de tres cosas: una derrota, una desobediencia y, como no podía ser de otro modo, si hablamos de parir, de las mujeres. Acto de amor incondicional.
De entrega a todo riesgo. A toda pérdida con tal de dar vida.

Me estoy refiriendo a la Redota.

Dice la Biblia que Dios sopló el barro para darle vida. Sospecho que también debe haberlo golpeado… Porque demasiadas veces hemos visto que el dolor es padre de las mejores cosas.

Después que en Las Piedras los orientales habíamos salvado la Revolución en la parte sur del continente, porque en esos momentos se le venía la noche tras una serie de derrotas en otros lares, fuimos entregados al enemigo en aras de sacrifico pero también de intriga.

Hora muy dura esa, señor Presidente. Las tropas portuguesas estaban autorizadas, por el momentáneo mando revolucionario central y porteño, a entrar en nuestro territorio en ayuda de los españoles acorralados en Montevideo. Artigas desacató y decidió darles pelea con seis mil jinetes y cuarenta mil caballos armados hasta los dientes pero ordenó hasta el cansancio que ninguna familia se moviera de su rancho para no entorpecer las maniobras militares urgentísimas.

No los voy a citar porque todos los conocemos pero sus oficios son harto elocuentes: pide y reitera, ordena y recomienda que los hombres jóvenes se incorporen a su ejército pero que nadie que no sea joven se vaya de su casa. Llega incluso a prevenir y hasta amenazar, que no podrá darle protección
alguna a quien lo haga porque no puede distraer fuerzas en esa empresa que además va a entorpecer, al filo de la derrota misma, los planes de campaña.

Y llega a decir siempre al final de cada oficio, en frase de ternura insuperable: “Pero si no se convencen por estas razones, déjeles usted que obren como gusten”.

Aquello de que “Mi autoridad emana de vosotros…” va a tardar dos años pero ya va naciendo en esta frase. Ni las más poderosas razones militares, de vida o muerte, logran arriarle esa bandera de la conciencia.

¿Y quién desobedece? Nadie da la orden pero la Banda Oriental se llena de incendios espontáneos: niños y niñas, viejos y viejas, mujeres jóvenes, sin hombres en la casa porque andan lejos, cargan sus cacharpas en lo que pueden: caballos, carretillas y carretas, paran el pequeño rodeo de sus animales domésticos y se van en pos del Caudillo.

No puedo, señor Presidente, imaginar a nadie más que a las mujeres, llorando, como autoras materiales de ese momento: el de prenderle fuego al rancho casi vacío… ¿Quién, si no, pudo haber sido?

Y aquellos humos han sido vistos por los vigías indios de Artigas y a él, esta vez a él, le sonó la nueva alarma, debió suspender sus planes bélicos y destinar seis mil centauros a custodiar ese largo convoy de pesadas carretas, llevando tan trémula carga por entre humaredas que son las que hacen

lagrimear a tan recios machos… El humo de las mujeres. Demasiado humo en las praderas, señor Presidente, como para no lagrimear un poco…

La desobediencia táctica se transformó en un acierto estratégico de larguísimo alcance. Así nació la Patria, porque aquel gesto multitudinario y loco, pletórico de amor por una utopía que hoy es realidad, a toda pérdida aparente, fue también una ilevantable y definitiva, sin retroceso posible, definición revolucionaria. Antes morir, antes irse, antes perder absolutamente todo, que volver al antiguo régimen. Que los grillos remendados, que la coyunda renovada que traen los portugueses y Elío, no encuentren cuello, ni brazos, ni tobillos donde volver a ponerse… Se quedarán con ellos vacantes, mirando asombrados, y de lejos, el convoy creciente protegido por un erizado cañaveral de tacuaras con chuzas temibles y amenazantes. Nadie osó tocar ese nidal en marcha. Y yo me los imagino a los gauchos, señor Presidente, con santa paciencia, armando tabaco en rama y levantando de vez en cuando el chifle, la pierna cruzada sobre el lomo del redomón, murmurando contra las mujeres…

Parece mentira en este hoy tan vintenero, que las Patrias nazcan así como nace todo: absolutamente gratis.

El 7 de diciembre de 1811, Artigas lo contaba así:

“Cada día miro con admiración sus rasgos de heroicidad y constancia; unos, quemando sus casas y los muebles que no podían conducir, otros caminando leguas a pie por falta de auxilios o por haber consumido sus cabalgaduras en el servicio; mujeres ancianas, viejos decrépitos, párvulos inocentes acompañan esta marcha, manifestando todos la mayor energía y resignación en medio de las privaciones. YO LLEGARE MUY EN BREVE A MI DESTINO CON ESTE PUEBLO DE HEROES y al frente de seis mil de ellos que, obrando como soldados de la Patria, sabrán conservar sus glorias, en cualquier parte, dando continuos triunfos a la libertad.”

La cosa pasó, señor Presidente, y no voy a relatar ahora los avatares del Ayuí. Pero lo cierto es que dos años después, ya vueltos, los ranchos a medio reconstruir, otra vez acorralados en Montevideo los reaccionarios, Artigas pronunció en 1813 su oración de abril que contiene a mi juicio la frase más subversiva de todas las suyas: “Mi autoridad emana de vosotros y ella cesa ante vuestra presencia soberana”.

Yo podría haber elegido decenas, pero puesto a elegir, elijo esa.

En un mundo que postulaba que la autoridad viene siempre de arriba. Por derecho divino o hereditario. De Dios mismo según afirmaban los del Antiguo Régimen.

En un momento en el que hasta los revolucionarios postulaban la posibilidad de alguna monarquía constitucional, o algo parecido, para que la Revolución se quedara solamente en la independencia política.

En el que las burocracias oligárquicas revolucionarias, o que se autocalificaban tales, postulaban el centralismo, o sea que en la misma Revolución la Autoridad provenía del Centro, Artigas tenía el atrevimiento de afirmar que viene de abajo. Que por ENCIMA de todo están los pueblos.

La frase eleva su pensamiento al más alto de todos cuantos pueden rastrearse hoy en los documentos del Continente. Y por ella quedó condenado por los reaccionarios y por la intriga de Caín a cien años de ostracismo físico e histórico.

Esa frase, como se dice vulgarmente, daba vuelta la tortilla.

Y nosotros, Senadores de la República, cuando en actos como éste la ratificamos comprometidamente, estamos “re-conociendo” y ratificando que por encima también de nosotros está la gente que nos puso aquí. Que la soberanía radica allá y nada más que allí. No está de más, ni es pérdida de tiempo, hacerlo de vez en cuando. Es un compromiso además de una confesión. Confesión en el sentido de “con fe”. Fe en el sentido de doctrina. Doctrina en el sentido de Principio.

Esa fue la Revolución que nos parió… Pero: ¿qué es un revolucionario, señor Presidente?

El señor diputado Luis Hierro Gambardella va a venir desde su discurso pronunciado en la Cámara de Representantes el 24 de setiembre de 1962 en ayuda de este desamparado Senador que busca una respuesta.

Decía el entonces Diputado:

…”Y en resumen ¡¿qué es un pensamiento revolucionario en el orden de los problemas históricos y sociales?! ¡¿Es, acaso, algo que sacuda hasta el fondo el alma social por su novedad, por su deslumbrante originalidad, por la revelación que él incorpora al alma colectiva?! Yo, señor Presidente, creo que no: creo que el pensamiento revolucionario, la acción revolucionaria, las conquistas de una revolución, ya están prefiguradas en el alma del pueblo que ha de ejecutarlos. Sin que se tenga una conciencia muy definida, sin que se acierte a señalarlo con la precisión perfecta de las ideas definitivas o las palabras que las representan, estos hondos y tumultuosos procesos vienen gestándose en el seno del pueblo acaso por decenas y decenas de años; en él se incuban, en él se desarrollan y de él nacen un día cuando un intérprete sabe encontrar las ideas, los métodos y las concepciones que aciertan con el
rumbo revolucionario. Si acaso -y paradojas aparte- lo único revolucionario de una revolución es su eclosión tormentosa y sorprendente; pero ella reclama un proceso de gestación que no está en el alma colectiva de una multitud sufriente.

La originalidad mayor de Artigas es, sin duda -como la de otros grandes conductores americanos y uruguayos- la de haber sabido oír los más entrañables clamores del alma nacional por nacer, saber que iba a nacer, y encontrar las palabras, las ideas y los actos que representan fielmente en el mundo de la historia todo el dramático proceso que en el inframundo del dolor colectivo ya estaba dicho con las palabras del sufrimiento y las de la esperanza. Es por eso que en las revoluciones los pueblos aciertan infalible e inmediatamente con el rostro de sus conductores.

Nacido el Estado uruguayo en la dramática inspiración del Exodo, éste y su misma sustancia revolucionaria serán los elementos constitutivos de toda la filosofía político-institucional que sostendrá en nombre del pueblo uruguayo su conductor y guía. El concepto de Jefe de los Orientales, que se elabora
desarrollando hacia la proyección popular y social el previo de Jefe del Ejército, va a ser limitado, condicionado, encuadrado en las normas de la juridicidad que es más bien una ética nacional, en dos conceptos fundamentales sustentados por Artigas en el Congreso de Abril; el uno, inscrito como leyenda inspiradora y rectora de esta Sala: `Mi autoridad emana de vosotros y ella cesa por vuestra presencia soberana’, instalando de esta forma por primera vez en el proceso de la Revolución el concepto supremo de la soberanía popular.”

Hasta aquí, la cita de su señor padre, señor Presidente.

Suscribo hoy, más calurosamente que nunca, esas luminosas palabras y con ello no escapará de la fina percepción de mis distinguidos oyentes que va, tajante, y como mi mejor homenaje posible, en horas donde se reclaman autocríticas a fondo y se proclaman tantas superficiales, la más honda que pueda hacerse un aprendiz de revolucionario.

La más honda, señor Presidente, créamelo.

Hablemos ahora del HUMO DE LOS HOMBRES.

En 1815, ya en pleno triunfo de Artigas acá, Bolívar estaba derrotado: había caído su Segunda República. Torturaban y fusilaban a Morelos en México – antes lo habían hecho con Hidalgo- y en el norte argentino sólo quedaba como último bastión inexpugnable ante el avance realista, la figura del caudillo gaucho Güemes a quien Artigas alentaba en famosa carta diciéndole lo ya citado: “nada tenemos que esperar sino de nosotros mismos”.

No era para menos, la reacción parecía incontenible y desde la Europa restauradora se anunciaban gigantescas armadas punitivas con destino a estos lares. Amenaza que no tardará en hacerse cruenta realidad.

Debía verse de muy lejos el humo del incendio de Purificación en 1820 y propongo que no había viento y por lo tanto se levanta vertical como pedían los griegos que se levantara el de sus hecatombes como prueba de sacrificio bien recibido por los dioses. O como los de Abel que tanto envidió Caín.

Muchos deben haber oído entonces por su nuca, la vieja pregunta apremiante de Dios: ¡¿Caín: dónde está tu hermano?!

Porque sin exagerar, señor Presidente, la Banda Oriental, desde las Misiones al Sur, fue una carnicería gracias a la traición.

En nuestra tierra hubo hecatombe de gauchos y caballos.

Decía Alvear: “Artigas fue el primero que entre nosotros conoció el partido que se podía sacar de la bruta imbecilidad de las clases bajas, haciéndolas servir en apoyo de su poder para esclavizar a las clases superiores…”. Tanto era su odio.

Derrotados momentáneamente los pujos revolucionarios en Europa, la reacción organizó la reconquista de estos países enviando poderosas expediciones militares.

Una de las peores nos invadió por mar y tierra desde Brasil con varias columnas en un frente de mil quinientos kilómetros.

El Imperio Lusitano, apoyado por el Español y el Británico, aglomeró una poderosa armada que además de tropas brasileñas se reforzaba con veteranos vacantes de las recientes guerras napoleónicas. Se formó así una tremenda fuerza de élite nunca vista antes, para tratar de vencer por fin a los patriotas.

Y fuimos otra vez abandonados pero ahora, además, atacados por la espalda.

Durante cuatro años, desde 1816 hasta 1820, nuestros campos recibieron, tal vez como nunca, la sangre y los huesos de sucesivos desastres militares cuyos nombres, por el espanto, no voy a pronunciar hasta llegar al de Tacuarembó.

Montevideo cayó antes que Purificación desde donde se siguió organizando hasta último momento la feroz resistencia. Y el último llegó cuando la puñalada vino de atrás porque, de otro modo, la Liga Federal, el Protectorado de los Pueblos Libres hubiera dado buena cuenta del usurpador como otras veces se vio y como cinco años después se verá.

Voy a citar cinco cosas para ahorrar palabras en este homenaje.

Una conocida carta de la Misión Paraguaya que visitara años antes el campamento artiguista del Ayuí trayendo solidaridad para nuestro pueblo exiliado, describe a los soldados artiguistas en la helada hora de la diana formando casi desnudos, tiritando bajo improvisados ponchos de cuero crudo.

Tengo para mí, señor Presidente, que estos homenajes deben servir entre otras cosas también para recordarlo y para saber debajo de qué cuero debemos tiritar si la malahora cuadra…

En otra carta, un jefe artiguista le pide órdenes porque muchos de sus hombres “se le desertan” pero a los pocos días vuelven con tabaco, camisa, yerba y caña… Según las ordenanzas clásicas debía fusilarlos pero dadas las carencias y el regreso, no sabía qué hacer… Artigas le contesta lacónicamente: “disimule”.

Eran horas de la muerte y aquellos hombres tan libres que sorprendieron al sabio Azara cuando queriendo contratar a uno como servidor, recibió como respuesta una contraoferta…

-¿Pero usted tendría con qué pagarme?- preguntó Azara.

-Ni un cobre, pero a lo mejor usted quiere servirme a mí.

Eran horas de la muerte y estos hombres formaban tiritando en la diana madrugadora y volvían a la roja franja federal, nunca tan tinta de su bandera, para morir con total certeza, pero eso sí: con camisa, caña, tabaco y yerba.

Hubo un oficial francés de las legendarias caballerías de Austerlitz y Jena que victorioso ante estos gauchos derrotados, afirma en documentos que llegan hasta hoy que, sin embargo, la de Artigas era la mejor caballería del mundo.

No debe extrañar: tratándose de Venezuela, el Rey de España le reclamó a su General Pablo Morillo, diciéndole que un militar que había combatido con éxito contra Napoleón, no podía ser derrotado por unos salvajes.

-“No son ningunos salvajes, Majestad; con Páez y diez mil llaneros le pongo Europa a sus pies”- respondió Morillo.

Por fin, señor Presidente, la imagen final: Artigas con su postrer escolta de indios y negros se interna en la selva paraguaya. Antes, envía los últimos 4.000 patacones del ejército a sus compañeros presos en la Isla de las Cobras en Río de Janeiro… Allá están, entre otros, Lavalleja y Andresito. Francisco De Los
Santos, en cabalgata increíble para nosotros hoy llegará hasta Río de Janeiro reventando sus últimos caballos. Andresito morirá en una reyerta de muelle trabajando en aquel puerto unos años después. Lavalleja, ya sabemos.

Y antes también de irse, avisa que su amigo, nuestro gran amigo Halsey el cónsul estadounidense en Buenos Aires, que tantas armas trajo a Purificación, debe tener en su poder ciertos dineros que están pendientes de cobro. Años después, cuando se necesitaban fondos para organizar la patriada de 1825,
aquel yanqui revolucionario entregó lo que tan celosamente había guardado.

Y allá se fue Artigas, Paraguay adentro, hasta la muerte, mientras sus corsarios, aún no enterados de la derrota -como esos japoneses que siguieron en las islas del Pacífico años después de terminada la Segunda Guerra Mundial- siguen capturando presas en varios mares del mundo enarbolando el pabellón de Artigas; mientras San Martín entra liberador en Lima, y en Brasil comienza el proceso independentista que culminará en 1822 cuando en Ipiranga Pedro I grite: “¡Eu fico!”.

Cuatro años después, en 1824, Bolívar y San Martín se encuentran en Guayaquil y a solas, en reunión portentosa y decisiva, acuerdan lo que sólo ellos quedaron sabiendo y se llevaron a la tumba. Pero algo muy grande pasó: San Martín volvió a sus pagos en silencio, dejando el campo libre a Bolívar, quien a su vez dejó en manos de Sucre el golpe definitivo contra la dominación española en América: Ayacucho. La gran batalla. Tal vez la única y la última en la que argentinos, uruguayos, chilenos, peruanos, ecuatorianos, colombianos, bolivianos y venezolanos pelearon y murieron juntos contra el enemigo común.

El gesto de grandeza de San Martín se emparenta con el de Artigas: irse. Después también se irá Bolívar; los tres libertadores morirán en el ostracismo autoimpuesto. No desenvainarán jamás sus espadas en luchas fratricidas.

San Martín, desde Francia, le enviará la suya a Rosas muchos años después. Leandro Gómez comprará en 1842 en Buenos Aires la que Córdoba le dedicara a Artigas y se la donará a este Senado. De la de Bolívar no he podido averiguar, señor Presidente.

Allí, en ese nudo de los intestinos de la historia, entre 1820 y 1825 comenzará todo, señor Presidente: todo lo bueno y todo lo malo de nosotros.

Tal vez porque en 1818 un vapor va por primera vez en 27 días desde los Estados Unidos a Liverpool o porque finalmente un día de 1829 los caballos fueron derrotados en famosa carrera por una locomotora que rompió la barrera absoluta de la única velocidad que los hombres conocían.

Y desde ese entonces los orientales estuvimos en armas, enfrentados contra todos los imperios del planeta y también entre nosotros hasta 1904 y aun después varias veces hasta hoy, transformando ésta en la Tierra Purpúrea del novelista inglés o en la Nueva Troya del novelista francés.

Poquísimas veces desde 1811 estuvimos unidos. Desde Artigas casi nunca y, yo creo que por eso, no quiso volver a pesar de que lo fueron a buscar varias veces.

Hasta humillamos sus huesos cuando por fin lo trajimos, dejándolos olvidados en la Aduana del Puerto por tener entre manos una de las tantas y sangrientas peleas internas.

Hagamos memoria y tratemos de buscar desde 1811 ó 1820 las oportunidades en las que por encima de banderías parciales estuvimos juntos: 1825 es una de ellas, y gloriosa, pero por muy poco tiempo. Parece hasta mentira que por una pelea entre Rivera, Oribe y Lavalleja hayamos ganado la guerra: la invasión desobediente de Rivera a las Misiones, obliga a Brasil a pedir la paz. Y la historia o la leyenda, poco importa, dice que dijeron: “otra pelea entre orientales y llegan a Sao Paulo.”

Hagamos memoria y encontraremos poquísimos casos. Uno de ellos se produjo a fines del Siglo XIX y principios del XX cuando en el campo de batalla de la historiografía, los orientales nos fuimos uniendo en el rescate del Artigas secuestrado en la caverna de la Leyenda Negra que lo remataba estando muerto.

Artigas nos volvió a unir entonces. Se dice que eso sucedió porque ante las amenazas contra nuestra identidad no teníamos más remedio… ¡Y claro! ¡Efectivamente! Sólo cuando eso está amenazado: la identidad, el ser, la existencia, volvemos a él. ¡Faltaba más!

La Historia puede ser una ciencia pero sin lugar a dudas es una opción. Los españoles de hoy día reivindicarán a Elío o a Morillo. Y que lo hagan enhorabuena.

Nosotros optamos por Artigas y no por Sarratea, ni por Alvear ni por Pueyrredón y lo hacemos como las mujeres de la Redota: gratis. Porque así nos place.

Para eso estamos aquí hoy: para optar. Para ratificar una opción. Opción que prendió fuego y costó sangre.

¿Y cuándo más, señor Presidente, la Historia nos encontró unidos? Propongo como respuestas: cada vez que hubo algún desastre natural, cada vez que se firmó una paz después de automasacrarnos, tal vez ante la avalancha fascista de la Segunda Guerra Mundial; en el festejo de algunas glorias deportivas y por lo tanto culturales cuando por encima de nuestras parciales banderas nos ahogamos en un mar de banderas patrias; en el Obelisco, a la salida de la última Dictadura y por fugacidad; no lo sé muy bien, señor Presidente, pero cuesta encontrar esos escasos momentos, y en ellos siempre aparece Artigas.
Como hoy, señor Presidente, cuando arriamos nuestras combativas y tantas veces fanáticas banderas partidarias, y por unos minutos nos sentimos lo que somos: hermanos gracias a él.

Entonces a lo mejor comprendemos, señor Presidente, que aquel gesto femenino de 1811 es una raíz extraña. Aquel pasado es raíz actual y si renunciamos a su alimento vital morimos como entidad. No se trata de mera recordación académica, de erudición dilettante, sino de hambre y sed para seguir siendo lo que somos. Aquellas raíces caminan, o vienen con nosotros día tras día, o morimos.

Al fin de cuentas si sólo nos une Artigas, por algo será. Y ese algo es la mejor demostración de su estatura.

Observe usted, señor Presidente, que en este Senado nos une a los cuatro lemas aquí presentes: al Blanco y al Colorado porque fueron paridos directamente por él; al Nuevo Espacio porque viene del Colorado y al del Frente Amplio y el Encuentro Progresista porque resulta obvio con sólo mirar su bandera, y también sus integrantes, de dónde vienen y de dónde quieren y reivindican venir.

Una vieja izquierda, Señor Presidente, llegó al Partido Colorado bien temprano y directamente al Gobierno de la Defensa cuando muchos comuneros de París fueron expulsados de Francia. No olvidemos que el Manifiesto Comunista es de 1848, Artigas vivía todavía, Francia revolucionaria también, y la Primera Internacional, anterior al Manifiesto, debía sorprenderse alucinada con el vapor que ya citamos.

Y el mar de inmigrantes que inundó estas costas, como por ejemplo el Valdense o el Suizo, poco tardó en hacerse blanco y participar de nuestras guerras civiles como si esta tierra asimilara de pronto y contagiara también de pronto, sus pasiones enteras. Indivisibles pero divisorias.

Termino señor Presidente, creyendo que hoy estamos ante uno de esos momentos de la Historia en el que Artigas sería más necesario que nunca.

Nuestro Presidente de la República protestaba hace pocas horas contra la cruda realidad de una extraña y nueva cosa llamada globalización, que nos amenaza muchísimo más en la identidad que en las posibilidades. Valga la redundancia porque no creo que haya posibilidades sin identidad ni tampoco
identidad sin posibilidades.

Jamás podremos eludir el destino que aquel Rey de España definió, tal vez sin darse cuenta para siempre, cuando fundó Montevideo. Estamos nos guste o no en una esquina estratégica del planeta, a la entrada de una colosal cuenca. No por casualidad se libró en nuestras costas la Primera Batalla Naval de la Segunda Guerra Mundial, ni se discutió hasta la lastimadura si la Laguna del Sauce debía o no ser arrendada para Base Militar de los Estados Unidos. Tampoco por casualidad se nos propone para Capital del MERCOSUR ni por casualidad tampoco, seremos sacudidos por polémicas acerca de renovados espacios regionales o continentales.

Parecería imprescindible y hasta bueno, aprovechar este homenaje para llamar a reflexión en el sentido siguiente. ¿No estaremos, señor Presidente, ante una encrucijada histórica en la que debamos hacer un debate con sentido nacional, es decir artiguista, acerca de las amenazas, las posibilidades y el destino?

Agradezco el honor inmenso de haberme dado la palabra hoy y de haberme escuchado. Pido disculpas por mis evidentes limitaciones y hago votos para que se cumpla la esperanza de Artigas: “YO LLEGARÉ MUY EN BREVE A MI DESTINO CON ESTE PUEBLO DE HÉROES”.

Gracias, señor Presidente.»

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