En la noche del domingo 25 de mayo el barrio Buceo (Montevideo), y el país se vieron sacudidos por un hecho que no debería haber ocurrido. Jorge, de 66 años, y su pareja, de 57, perdieron la vida cuando el Chevrolet Corsa en el que viajaban fue embestido por un BMW que circulaba a 120 km/h. Ambos fallecieron en el acto en el cruce de Bulevar Batlle y Ordóñez y la calle Neyra. Sus muertes dejan un vacío que ningún número o estadística podrá llenar. El conductor del BMW, un joven de 26 años, fue detenido, imputado por doble homicidio a título de dolo eventual y está en prisión preventiva mientras se desarrolla la investigación judicial. Participaba en una carrera ilegal con otros vehículos, desafiando la ley y atropellando toda razón.
Este caso, tristemente emblemático, no es un hecho aislado. Cientos de familias han llorado pérdidas inconcebibles, inesperadas. Cientos de veces la policía ha tenido que hacer esa llamada, ha tenido que dar esa noticia que nadie quiere ni imagina tener que dar a una madre, un hijo, un abuelo, una hermana, un ser querido. Es que las muertes evitables generan esa impotencia, esa rabia. Son difíciles, por no decir imposibles, de procesar.
En Uruguay, desde 2012, rige la Ley 19.120, de faltas, que estableció penas comunitarias para ciertas conductas e infracciones en el tránsito, priorizando la rehabilitación y la responsabilidad cívica sobre el mero castigo. La idea era clara: que quienes cometen infracciones graves tomen conciencia de sus actos haciendo algo por la comunidad que dañaron con su acción. En su momento, el entonces ministro del Interior Eduardo Bonomi, nuestro querido “Bicho”, definía las faltas como “delitos enanos”: conductas que no llegan a constituir crímenes, pero que si no se abordan con seriedad y eficacia desde el Estado, pueden escalar hacia daños mayores. En el caso de las picadas ilegales, la historia le da la razón. Lo que para algunos puede parecer una simple transgresión, puede terminar —como ocurrió en Buceo— en muertes de inocentes, absolutamente evitables y dolorosamente injustas.
¡Cuánto hubiésemos querido haber frenado a este joven antes de que ocasionara tanto daño irreparable! Llegamos tarde. Fuimos derrotados otra vez. Fracasamos como sociedad, y como Estado. El Director General de Tráfico de España, Ing. Peré Navarro alguna vez prologó un libro pidiendo “perdón a todas las víctimas que no logramos, o no pudimos salvar”. Suscribimos esas palabras. Mientras que Kofi Annan dijo: “El edificar una cultura de prevención no es fácil. En tanto que los costos de la prevención deben pagarse ahora, sus dividendos se hallan en el futuro remoto. Además, los beneficios no son tangibles: son los desastres que no sucedieron.”
El sistema debió haber actuado antes. Debió persuadir a este joven, hoy homicida, para que pusiera en la balanza todo este dolor causado contra el plato de su narcisista “diversión”.
La persistencia de las picadas ilegales revela que tanto las sanciones actuales como su fiscalización son insuficientes. La combinación de penas leves o inexistentes, falta de controles efectivos y una cultura que glorifica la velocidad extrema venerando la adrenalina, ha permitido que estos eventos sigan ocurriendo, muchas veces con consecuencias fatales.
En este contexto, cabe preguntarse: ¿Rápido y Furioso pudo haber influido en varias generaciones? ¿La cultura del “hacé la tuya”, del desprecio por la vida y la búsqueda de emociones extremas sin medir consecuencias, encontró terreno fértil en nuestras ciudades? No se trata de culpar a una película, sino de reconocer que los relatos y modelos que consumimos —y los que toleramos en las calles— moldean comportamientos, sobre todo en adolescentes y jóvenes que buscan su personalidad, desafiando las leyes de la física, al borde de conductas suicidas y homicidas.
Parte del problema radica en una baja percepción del riesgo. Muchos de quienes participan en estas picadas creen que “no va a pasar nada”, que tienen el control, que es solo una forma de divertirse. A esto se suma a un claro sesgo de género: son varones —en su abrumadora mayoría jóvenes— quienes protagonizan, organizan y legitiman estas prácticas. Allí confluyen estereotipos tradicionales de masculinidad asociados a la temeridad, la dominación y la validación entre pares a través del auto o la moto. Entender esta dimensión es clave para desmontar el fenómeno.
Pero hay una diferencia sustancial entre esa adrenalina desbordada en la vía pública y la pasión bien encauzada. Las competencias automovilísticas existen, son legales y están reguladas bajo estrictas normas de seguridad, fiscalización técnica y responsabilidad civil. Existen federaciones nacionales y regionales, de automovilismo y motociclismo, que organizan competencias donde velocidad y destreza se conjugan sin poner en riesgo vidas inocentes bajo los estándares más exigentes en materia de seguridad. Quien quiera correr, tiene dónde hacerlo. Lo que no se puede aceptar es que se corra en las calles. En esto hay que ser terminantes: En las calles, no.
Pero el problema va más allá de la normativa y la policía. Es necesario que la academia, desde la sociología, la psicología y la antropología, se involucre en investigar las causas profundas de esta conducta: ¿qué motiva a estos jóvenes a arriesgar sus vidas y las de otros? ¿Qué rol juegan el entorno urbano, familiar (o su ausencia), el mundo adulto, las redes sociales, los modelos masculinos tradicionales?
Mientras la academia avanza en estos estudios, el Estado —en sus tres poderes— debe adoptar de inmediato medidas persuasivas eficaces que combinen fiscalización rigurosa, sanciones ejemplares, políticas educativas y sociales, e intervenciones comunitarias sostenidas. No se trata solo de castigar, sino de transformar.
Y en ese proceso, el sistema de justicia tiene un rol decisivo. No basta con leyes claras si no se aplican con firmeza, coherencia y sensibilidad social. No debemos llegar a que las leyes sean como papel mojado, o que caigan en desuso. Si no son eficaces, hay que revisar.
La justicia debe enviar señales claras: las picadas no son una travesura ni un exceso juvenil; son delitos con consecuencias gravísimas. Los fallos judiciales deben construir cultura jurídica y social, reafirmando que la vida humana vale más que cualquier impulso de velocidad. Como comunidad no debemos conformarnos con que hay cosas más graves que el sistema de justicia debe priorizar. Por estas razones desde la Comisión de Transporte, Obras Públicas y Comunicaciones de la Cámara de Diputados hemos convocado, y recibido a las autoridades de la Unasev y estamos convocando a la Fiscal de Corte Dra. Mónica Ferrero.
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